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17 de Juliol de 2014

 Sólo el evangelista Juan nos cuenta unos hechos algo paradójicos. Mientras muchos repudiaban a los afines del bautista por temor a represalias, Jesús y sus acólitos fueron invitados a una celebración pública donde nadie mostraba señales ni de temor ni de rechazo. Las suntuosas bodas de Canaán parecían un cuento de hadas, una isla de paz en medio de aquel océano de hostilidades. Para muchos exegetas bíblicos ello daba a entender que Jesús no era tan pobre y humilde como se decía, y que él y su madre ostentaban cierto reconocimiento social por la provincia, algo que jamás se ha podido demostrar. Para otros simplemente María había sido repudiada por su marido José y ahora se hallaba bajo los cuidados de su hijo Jesús, una interpretación que llevaba a sus autores a afirmar que Jesús ahijó a su madre para evitar, y según la Ley de Moisés, que una mujer así pudiera ser apedreada por adúltera si establecía luego relación con otro hombre. Lástima que toda la ciencia ficción anterior pivotara sobre un gran punto débil, que Jesús tenía más hermanos mayores que habrían ahijado a María (Marcos 6, 3).
Existen todavía más interpretaciones que no casan con la lógica. Hay quienes aseguran que el padre de Jesús, José, ya anciano y demacrado, había muerto y que por eso no fue invitado a la fiesta. Y para redondear el pastel solo mencionar que en algunos apócrifos como la Historia de José el Carpintero, José llegó a vivir pasados los cien años. En fin, todo suposiciones sin datos contrastables. Piensen que algunos escritores dados a la ciencia-ficción han afirmado que en realidad aquella boda fue la de Jesús con Magdalena, algo nuevamente no demostrable.
¿Qué decir entonces? Si analizamos el texto de Juan nos damos cuenta del significado lógico del pasaje de aquellas nupcias. Cuenta el escrito que los anfitriones de la boda se dieron cuenta que el vino iba a terminarse. Tras su desatino acudieron a María y Jesús para ver qué podían hacer al respecto, una demanda algo extraña: pedir a uno de los invitados un milagro, sobretodo si no existía ninguna razón de parentesco. Al final cuenta Juan que el Nazareno convirtió el agua en vino y que no faltó cantidad alguna de la poción dionisíaca durante el resto de la fiesta.
Si sumamos la extrañeza de la demanda hacia un invitado, el milagro en sí y unos nazarenos en plena vida pública poco después de la detención del bautista, todo hace suponer en una elaboración del evangelista Juan. Además, y según el exegeta Llogari Pujol, en la tumba de Paheri del 1.500 a. C., había una pintura escenificando la conversión de agua en vino de una boda. En la representación había el mismo número de tinajas que citan los evangelios, seis. Jesús probablemente jamás fue un ilustre invitado de unas suntuosas bodas, ni rico, ni de reconocida personalidad por Galilea, tan sólo se trató de otro préstamo egipcio para aparentar que Jesús era un gran benefactor, un gran faraón, un gran Dios. El milagro le otorgaba poderes divinos y le acercaba a los grandes hombres de su sociedad, a un Mesías en auge, a las profecías que debía cumplir para demostrar ser el verdadero salvador.

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